viernes, 8 de febrero de 2019

Volver a la aldea







Volver a la aldea es ese viaje al espacio interior, a buscar la tarde perezosa, la noche callada, la mañana menos bulliciosa, buscar los olores antiguos...
Charlar con las viejas que vuelven de misa, preguntar por las bodas, los nacimientos. Que nos cuenten quien está enfermo, o quien se ha quedado viuda.
Tener con quien hablar en los bares, ver oscurecer si no  quieres ninguna luz. Regar la semilla con agua del pozo, poner zapatillas de cuadros, recoger el pelo o esperar que te lo despeine la brisa. Beber en la mano, del caño de la fuente, doblando las rodillas.
 Maquillarte de sol, desperezarte a la ventana en pijama, escuchar si el mugido es celo o lamento.
Apagar pantallas, encender el día, escuchar si la campana tañe de luto  de que otro más se fué, o de fiesta y tiros largos.
 Oir los alborotos del gallo y los gritos de los niños en verano. Saludar al vecino. Conocer casi  todo de casi todos. Distinguir al mezquino, al campechano, las inquinas, los agravios, las ofensas, las envidias. 
Conocer al solitario, al solidario, al distinto, al falso, al valiente, al fanfarrón. Saber a quien tienes que llamar si tienes un problema. LLamar por su nombre digo...
Distinguir por la forma de caminar aquella que viene lejos. 
Saber la hora de comer de la casa de enfrente. Sospechar que algo pasa si las ventanas están cerradas.
Conocer cada perro, cada ladrido, cada sonido de cencerro.
Saber que no hay pasos de peatones, que pueden circular; coches, animales, tractores, bicicletas y personas por el mismo carril, en la misma dirección o enfrentados. Pasa primero el que tiene más prisa.
Tener un mote para cada casa, una chimenea para cada tejado, un nido de golondrina en el alero de la cuadra. Un cuco sin nido, contando años para la boda. Los gorriones en los cables de la luz. 

La puerta abierta, sin timbre. El sombrero en el banco del portal. El bastón colgado de la verja de entrada.
Volver a la aldea es volver a encontrar las palabras sencillas, las calles sin escaparates de cristal, sin aceras, los relojes con agujas, el rastro del caracol y de la babosa en las piedras que cercan las tierras.

Volver con la mochila cargada de experiencias y vaciarlas en el desván o tirarlas al pozo. 
Cada uno debería tener una aldea donde volver, ese espacio pequeño, íntimo, conocido y seguro. 

Un espacio vivo y no un lugar vacío.

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo con que cada uno debería tener una aldea donde volver.
    Cada vez que voy a la minúscula aldea donde nací, me siento revivir.
    Muchas gracias por tan bellos textos.
    Un saludo

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